miércoles, 17 de febrero de 2010

Recuerdos.

Si el paraíso existiera probablemente sería así. Las olas, de un azul oscuro y coronadas de espuma, rompen contra las rocas de mil formas, produciendo un sonido relajante y tranquilizador. Las nubes, como jirones de algodón, se ceden el paso las unas a las otras en su viaje hacia el horizonte. Su color blanco y puro contrasta de manera agradable con el tono claro del cielo. Y en medio de ese cielo un sol grande y redondo, en su máximo esplendor, calentando y haciendo que todo brille con un color diferente. Una ligera y refrescante brisa mueve las copas de las palmeras, y las hace danzar al son de alguna secreta melodía. La arena, blanca y suave, se hunde a cada paso que doy, y me hace cosquillas en la planta del pie. En conjunto, se trata de una isla en la que cualquier persona se sentiría afortunada de estar.


Ojala yo también pudiera sentirme así. El sonido de las olas no me tranquiliza ni me relaja, me encuentro ansioso a todas horas. El sol no calienta mi piel ya, y el frio se instalo en mí aquel día y desde entonces se ha negado a irse. Vine aquí huyendo de una vida que carecía de sentido, pero todo este tiempo no he conseguido sentirme mejor. Quizá lo mejor sería empezar explicándolo todo desde el principio.

Todo comenzó hace ahora un año y siete meses. Ese día era un día importante, el de mi cumpleaños. Era sábado y salí con mis amigos, dispuestos a comernos el mundo. Teníamos entradas para la discoteca de moda y llevábamos encima una cogorza bastante considerable. Llegamos relativamente pronto al lugar. La discoteca estaba abierta ya, pero no había cola y la zona de baile estaba prácticamente vacía. Pedimos algo en la barra y nos sentamos en un rincón a esperar que poco a poco la gente fuera entrando. Entre bromas y tonterías vimos aparecer por la puerta un grupo bastante nutrido de chicas. Una de ellas, morena, miraba llena de inseguridad a su alrededor, como si temiera que le fuera a pasar algo malo. A su lado, una de sus amigas parloteaba sin parar intentando llamar su atención, aunque con escasos resultados. Y de pronto su mirada se dirigió hacia donde estábamos nosotros. Escudriñó nuestros rostros uno a uno, y cuando sus ojos reposaron en los míos... no puedo explicar qué sentí. Por un segundo todo desapareció y solo existía en el mundo ella, con su mirada cálida y transparente posada en mí. Supe que ella había sentido lo mismo porque un rubor carmesí escalo a sus mejillas, y desvió rápidamente la vista hacia el suelo, mientras se mordía con fuerza el labio (mas tarde ella me recordaría siempre la marca que le quedó en el labio inferior por haberse mordido tan fuerte). Desde ese momento la fiesta quedó en un segundo plano. Ya no me importaba pasármelo bien o mal, reírme o no, beber o bailar. Sólo podía pensar en lo que me acababa de pasar. Yo siempre me había considerado tan maduro, tan racional, me veía metido en un embrollo del que no sabía cómo iba a salir. Pero me daba igual, no podía pararme a pensar en ello, simplemente tenía que trazar un plan que me permitiera acercarme más a aquella fascinante chiquilla. No podía quitarle los ojos de encima, y si me movía y la perdía de vista, no descansaba hasta volver a posar mi mirada en ella. Y por fin llego el momento que yo estaba esperando. Ella y una de sus amigas se separaron del grupo y caminaron hacia la barra, a pedir algo, supuse. Era mi oportunidad. Agarre a mi amigo Jaime del brazo y de un tirón me lo lleve hacia allí. Podía sentir el estomago golpeándome en las sienes a cada paso que daba. La veía de espaldas. Antes de poder tocar su hombro para llamar su atención, se dio la vuelta. Un golpe y de repente me vi empapado. Disculpas y más disculpas. Pobre, estaba al borde del llanto. No se daba cuenta de que a mí me daba igual. Ella me hablaba. Ella me miraba. Ella intentaba limpiarme. Y todo lo demás daba igual. En esa sala no existía ya nada más. Sólo ella y yo. Su mano entre las mías. Sus ojos buscando la disculpa en los míos. Tranquilo, pensé, tranquilo. El corazón me latía a mil por hora. Apenas me atrevía a respirar por miedo a estropear el momento. Mientras tanto, mi amigo Jaime había entendido perfectamente cuales eran mis intenciones, así que de alguna forma se había llevado a la amiga que acompañaba a mi ángel. Jaime, el gran Jaime, siempre a mi lado, siempre mi cómplice, que me entendía mejor que nadie, sólo con mirarme. Y una vez más le debía la vida, como en tantos otros momentos. Pero en esta ocasión de forma diferente. Si todo salía bien le se lo debería todo eternamente... Cuando por fin ella se tranquilizó hicimos las debidas presentaciones. Alba, ¡mi pequeño milagro se llamaba Alba! El nombre más bonito del mundo. Un nombre que repetiría muchas veces durante los meses siguientes. Sí, te he visto entrar; sí, me has llamado la atención. Y no sabes cuánto, pensé. No me quedaba mucho dinero, pero la invité a tomar algo, ya que había sido yo el causante de su bebida perdida. Al principio ella estaba un poco cortada, pero en seguida conectamos. ¡Teníamos mil cosas en común! En un momento dado, la conversación derivó hacia los estudios. Alba tenía sólo dieciséis años. ¿Cómo era posible? Yo acababa de cumplir veinticuatro. Por un momento pensé que el mundo se me venía encima, pero me recuperé. Qué más da, me dije a mí mismo, peores cosas se han visto, no vas a perderla ahora que por fin la has encontrado...

Bailamos toda la noche, sin parar. En cuanto se terminó su bebida fuimos con sus amigas e hizo las debidas presentaciones. Después yo me acerqué a donde estaba mi grupo y juntamos a todos. Congeniaron rápido, y eso me hizo sentir un profundo alivio. Mientras tanto, Alba y yo seguimos a lo nuestro, hablando sin parar, bailando, riendo… hasta que llegó la hora de cerrar el local.

Entre todos en seguida nos pusimos de acuerdo en que era necesario ir a desayunar, así que nos pusimos en camino. Una hora más tarde volvía a mi casa con una preocupación más y un corazón menos. Aunque me encontraba destrozado y con mucho sueño, aún estuve un buen rato dando vueltas en la cama. Habíamos congeniado, pero ¿y si ella no opinaba lo mismo y simplemente había sido uno más de su listas? ¿Y si me había equivocado y en realidad ella no había sentido lo mismo que yo?

Los días fueron pasando entre llamadas de teléfono, mensajes, emails y nervios. Yo intentaba por todos los medios mostrar mis sentimientos, pero me era muy difícil, ya que mi forma de ser era totalmente lo contrario. Aun así me esforzaba. La relación fue prosperando y durante un tiempo fuimos enormemente felices. Yo la quería y ella me quería a mí. ¿Qué más podía pedir?

Pero poco a poco fueron surgiendo problemas. Sus padres no terminaban de ver con buenos ojos nuestra diferencia de edad. A ella no acababa de convencerle que yo no demostrara al 100% lo que sentía. Y empecé a ver que Alba no era feliz. A veces se mostraba ausente, y yo me daba cuenta de que cada vez me costaba más llegar a ella. Nunca dudé de que me quisiera, y tampoco dudé jamás de lo que yo sentía, pero llegado un momento me quedó claro lo que tenía que hacer. Sólo pensar en ello me destrozaba por dentro, pero si quería que ella fuera feliz algún día tenía que empezar a pensar en dejarla libre.

Una vez tuve claro lo que tenía que hacer empecé a mostrarme evasivo, dejé de quedar con ella, tardaba en contestar a sus mensajes, y muchas veces no cogía sus llamadas. Cada vez que veía su número aparecer en la pantalla de mi teléfono me moría de ganas de hablar con ella, de explicarle lo que sentía, lo que me pasaba. Pero no podía. Era mejor que ella pensara que yo era un cerdo, así le costaría menos olvidarse de mí.

Y después de un par de semanas así, me decidí a hablar con ella. Cara a cara. Tenía memorizado a la perfección todo lo que quería decirle. Aproveché que al día siguiente se iba de viaje con sus tíos para así darle tiempo a asimilarlo todo alejada de mí. Se lo solté todo de golpe. No, no te quiero. No, nunca te he querido. Sí, he jugado contigo, ¿y qué? Mira, es mejor que no nos veamos nunca más. Olvídate de que existo. Adiós. Cada frase me quemaba la lengua y me mareaba escuchar salir esas mentiras de mis labios. Pero tenía que hacerlo. Recuerda, lo haces por ella, lo haces por ella, no hacía más que repetir eso en mi cabeza. Y aún así no me quedé más tranquilo. Alba no paraba de llorar, y aunque mi primer impulso fue abrazarla para consolarla, conseguí contenerme a tiempo. Cuando ya iba a darme la vuelta para irme, levanté la cabeza y por un segundo pude sostener su mirada. Lo que vi acabó por destruirme. Después de todo lo que yo le había dicho, sus ojos destilaban amor, ternura, perdón e incluso culpabilidad, pero no vi en ellos atisbo alguno de odio, reproche o enfado. Dios, la iba a echar tanto de menos…

En el camino a mi casa no pude contenerme y rompí a llorar. Todo aquello era demasiado para mí. Durante días estuve en casa pensando y llorando, sin poder moverme más que para comer algo de vez en cuando. Apagué el móvil y desenchufé el teléfono de casa. Necesitaba estar sólo. Si tocaban al timbre no contestaba, y si alguien golpeaba la puerta me limitaba a quedarme callado y encogerme dentro debajo de las sábanas. Entre ellas me sentía un poco más a salvo. Aún olían un poco a Alba… Despues de cinco días de reclusión voluntario me levanté con unas pocas fuerzas más que los demás días, así que encendí el móvil. Me empezaron a llegar mensajes. Propaganda, mi madre, Jaime, más propaganda, mi madre otra vez y… ¿Marta? ¿Marta, la mejor amiga de Alba? ¡90 llamadas perdidas! Seguro que quería hablar conmigo para ponerme verde. Aun así, decidí llamarla, por si acaso. Al segundo intento, Marta me cogió el teléfono. Con voz congestionada me dijo que estaba en el hospital, que Alba había tenido un accidente, que estaba en coma y que los médicos temían por su vida. Que me había estado llamando pero tenía el móvil apagado, que en el teléfono fijo le salía directamente el contestador, y que por mucho que me tocara el timbre yo nunca contestaba. Yo no la escuchaba. Sólo podía oir el latido de mi corazón golpeando con fuerza en la boca de mi estómago. Le pregunté rápidamente en qué hospital estaba y, después de ponerme lo primero que encontré por casa, cogí el coche y me fui volando hacia allí. No puede ser, no puede ser, no puede ser, no puede ser, esto no puede estar pasando, por favor, por favor. No paré de repetir esa cantinela durante todo el viaje. Cuando por fin llegué, apenas me escuché preguntar en recepción la habitación donde ella se encontraba. La 205, la 205, la 205. Ahí estaba, o mejor dicho, ahí estaban todos. Sus padres, sus hermanos, sus amigas, sus amigos y hasta sus abuelos, a los que yo conocía sólo de oídas. Localicé a Marta y me puse a interrogarla. Al parecer, un coche se había cruzado con el coche que conducía su tía y, aunque su tía estaba bien, Alba no había corrido la misma suerte. Me senté en el suelo y me concentré en tratar de respirar. Inspira, espira, inspira, espira, inspira, espira.

Por delante tenía el día más largo de mi vida. No podía moverme de donde estaba, y cada vez que sus padres salían de la habitación para comer o dormir, yo entraba con Marta y allí nos quedábamos hasta que volvieran, montando guardia, rezando, en silencio, pidiéndole un milagro a un Dios en el que nunca había creído. Hasta que, por fin, un día más tarde, cuando todos estábamos arremolinados alrededor de su cama, Alba abrió los ojos. Me sentí lleno de alivio, pues supe que, al menos por esta vez, sobreviviría. Y a mí me tocaba volver otra vez a interpretar mi papel. Uno a uno, sus familiares fueron saliendo de la habitación para hablar con los médicos, y nosotros, sus amigos, nos quedamos con ella. Fue reconociendo a todos, hasta que llegó a mí. No sabía quién era yo, se le había olvidado. Bueno, quizá ese era mi destino. Seguramente era lo mejor, así viviría más feliz. Al fin y al cabo, era lo que yo había pretendido alejándome de ella, que me olvidara. Pero Marta no debía de opinar igual, pues nos echó a todos y se quedó a solas con ella. Cabizbajo me fui a la cafetería a esperar a que Marta saliera y me contara qué había pasado. Estaba tomándome un café (el séptimo del día) cuando Marta entró cual huracán en la estancia. Me agarró del brazo y me llevó casi en volandas a la habitación. Allí estaba ella, tan pálida como las sábanas que la envolvían, como la pared que la rodeaba. Con profundas ojeras bajos sus preciosos ojos. Marta me había explicado brevemente por el camino que Alba le había confesado que no era cierto que no me recordara, asique haciendo acopio de todo mi valor construí una sonrisa y traté de bromear con el asunto, hacer ver que me lo tomaba con ligereza.

Y entonces ella me lo preguntó. Me preguntó aquello que yo ya sabía que me preguntaría. Aquello para lo que yo ya tenía una respuesta preparada. Me pregunto si la quería, si alguna vez la había querido. Y mirándola sin verla, tomé aire y lo solté. No. La palabra más difícil de mi vida, las letras que con más dolor he pronunciado nunca.

Lo que pasó a continuación es difícil de narrar. De repente cerró los ojos y su pecho se hinchó por última vez. Su cara mostró la relajación más absoluta, y la máquina, que emitía pitidos constantes cada cierto tiempo pasó a pitar de forma continuada. No, no, no, no, no, no, no, no podía ser. No, así no, no ahora, por favor, no. Una enfermera, por favor, una enferma y un milagro.

Pero nada pudieron hacer por ella. Dijeron que, al parecer, una infección interna había acabado con su vida. Sólo yo sabía la verdad. Ella me quería. Tanto que al decirle que la había utilizado, sus ganas de vivir la habían abandonado. Y simplemente se había dejado llevar hasta el lugar que había abandonado momentos antes sólo para poder preguntarme aquello.

Lo sé porque aún hoy, después de un año, puedo oírla susurrándomelo al oído en cada esquina, en cada momento, a cada paso que doy. Porque ella está ahí, en todas partes y en ninguna a la vez. Y sólo pido que, si realmente existe ese Dios al que le recé una vez, por favor la cuide hasta que yo pueda reunirme con ella para poder explicarle lo que realmente siento. Que la quiero. Como a nadie y como nunca. Por siempre. Tanto como ella me quiso a mí, o quizá incluso más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario